Señor mi Dios, te pedí ayuda y me sanaste. Tú, Señor, me sacaste del
sepulcro; me hiciste revivir de entre los muertos. Salmo 30:2-3
¿Se crece con el dolor? No sé cuál será tu respuesta, pero podemos sacar
muchas reflexiones con esta frase, que no es para nada rebuscada, pues se hace
realidad en la vida de los que llevan una relación con Dios.
Me refiero a la relación con Dios porque es la única manera en que podemos
conocer su corazón y entender muchas de las cosas que permite en nuestra vida.
El dolor es una de ellas.
En este mes de septiembre te contaré, a petición popular, del mes más
traumático y doloroso de mi vida. Sé que de esta dura experiencia Dios te dará
la porción de lo que tú debes aplicar a tu hermosa vida. En mi caso, la aprendí
a apreciar cuando estuve a punto de morir.
Toda estadía en un hospital es dolorosa por los continuos pinchazos y los
sufrimientos al recuperarnos de una intervención quirúrgica. Mi operación fue
muy complicada. Necesité mucha morfina por varios días porque los dolores eran
inmensos.
Experimenté otro dolor, el dolor del alma, de no poder ver a mi princesa
pequeña que en ese tiempo tenía un año y medio. Me dolía dejar mi trabajo, no
poder pararme ni moverme, y mi hija de tan solo dieciocho años a cargo de la
casa, las cuentas, las hermanas y su abuelita. Me dolía mucho que me vieran tan
enferma y sufrieran, pues hemos sido muy amigas.
Sin embargo, el dolor y el tiempo fue pasando y poco a poco me levanté de una
manera milagrosa. ¡Alabado sea Dios!
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